sábado, 26 de mayo de 2018

Sentencia visita el cementerio (LV - XX)


La siguiente parada de Sentencia, después del infamado dojo, fue el cementerio. No es que le apeteciera mucho, pero debía echar un vistazo a la tumba de David Abad. Una vez muerto no había pensado más en él, e incluso dejó que lo enterraran sin haber pensado siquiera en que sería buena idea ir a vigilar, para ver quienes aparecían en el funeral y en el entierro. Esa información hubiera sido oro para la coyuntura actual. Desgraciadamente, por entonces era algo que no le preocupaba. Pero ahora se arrepentía, cuando la necesidad le acuciaba.

No esperaba encontrarse con nadie a esa hora de la mañana, pero por si acaso, alquiló un buen coche con chófer. Que un abogado relacionado con la familia visitara la tumba no debería despertar la más mínima sospecha. Así que pensó hacer uso, durante un poco más de tiempo, del personaje de Atenógenes Corbín, abogado de herencias.

Encontró el lugar desierto. Incluso le costó un buen rato encontrar a un empleado que le indicara donde estaba situada la sepultura. Le dio al hombre las gracias y una pequeña propina y se quedó solo. Entonces escrutó la lápida a placer. Lo primero que vio fue a un chico que le devolvió la mirada desde su fotografía impresa en cerámica. Se trataba de Carlos Abad, hermano de David, a quien Sentencia había asesinado por saber demasiado sobre asuntos que no le incumbían. Había tenido que matarlo, como a los demás miembros del aquel foro funesto, porque tuvieron la mala suerte de apercibirse del avance del malware demasiado pronto: en el momento más delicado para los planes del hombre sin nombre. Había sido cuidadoso y los había matado a todos en callejones oscuros de barrios de mala reputación. Según sus informes, y el hombre del dojo no había hecho otra cosa que confirmarlos, la policía había tomado todos los casos por robo con muerte. Eran tan torpes que no habían podido establecer el menor vínculo entre las distintas muertes, más de cincuenta, aún cuando Sentencia los había matado prácticamente a todos mediante el mismo procedimiento. A saber, puñalada en los sesos a través del ojo derecho. Aunque los había matado a todos sin mostrar el menor remordimiento; estar una vez más cara a cara con uno de ellos, aunque solo fuera en fotografía, le provocaba escalofríos. Apartó la mirada del círculo de cerámica y se tomó su tiempo para estudiar el resto de la lápida. Los marmolistas aún no habían grabado el nombre de David en la losa, así que pasó a examinar las numerosas coronas y ramos de flores minuciosamente. Esas ofrendas florales y sus mensajes tontos era la principal razón por la que había ido al cementerio en primer lugar. Había allí una corona de los compañeros del dojo, muy llamativa y con un mensaje lacrimógeno; otra bastante aburrida y formal de los compañeros de trabajo del CNI; algunas más de amigos, anodinas; una de un club de tenis, de cuyo nombre tomó buena nota; y también unos cuantos ramos, casi todos sin mensaje ni tarjeta. Uno de ellos le llamó la atención, porque sólo podía provenir de una mujer. Sentencia tenía buen ojo para estas cosas. Un ojo que había ido cultivando sólo después de una prolongada carrera como asesino. La armonía de los colores, la elección de las plantas, lo cuidado de la organización. No cabía duda. Una mujer, y además, si Sentencia no había perdido el olfato por el que era legendario, una en concreto con la que la víctima debía de haber tenido una relación de clase íntima. Tenía que hacerse con su identidad enseguida, y después, Atenógenes Corbín le haría una visita de cortesía. Pero antes de que pudiera darse ese placer, le quedaba mucho trabajo pendiente. Demasiados cabos sueltos. Repasaría la vida de David Abad como el que abre una cebolla capa a capa, en cada círculo sabría un poco más y seguiría así hasta llegar al corazón. En cada etapa añadiría más nombres a su lista. Tendría que escoger sabiamente con cuales entrevistarse y a cuales rechazar. Deshacer el ovillo no iba a ser fácil. De momento sólo tenía dos hilos por los que empezar: uno, las señas de los compañeros del dojo; y el otro, el club de tenis. Con suerte encontraría a alguna persona que hubiera sido cercana a David y que pudiera darle más información.

sábado, 19 de mayo de 2018

Vuelta al dojo (LV - XIX)


A Sentencia aún le ardía la cara por la afrenta recibida del hombre sin nombre en presencia del hacker Abisinio, alias Abyss, en el «tercer concilio». Le había llamado rufián asqueroso, y lo que más le dolía: mandril repulsivo. A él, que era de lo más escrupuloso con su higiene personal. Y no era por que él lo dijera, pero era guapo, alto y de buen tipo. Todas las prostitutas con las que había estado lo hubiesen confirmado. Y era verdad. Todavía no había llegado a los cuarenta y estaba de buen ver, aunque no fuera tan guapo como él creía. Era como si el hombre sin nombre le hubiese cruzado la cara con sendas bofetadas, sin que el hubiese tenido oportunidad de ofrecerle la otra mejilla, pues ya había recibido cada una lo suyo. Estaba indignado, pero no era momento para eso. Después de todo, él no quería que el infortunado David Abad se saliese con la suya. Había que investigar. Abrió su armario y sacó de una bolsa hermética un traje negro impecable que había destinado para servir de mortaja algún día. Ya se compraría otro para tal fin. Le gustaba estar preparado para cualquier eventualidad. Se calzó sus mejores zapatos y se puso unas gafas de culo de vaso falsas que confiaba le hicieran parecer distinguido e intelectual. Completó su atuendo con un sombrero del tipo fedora que le aportaba un toque estrafalario al conjunto. Esta vez tuvo que prescindir de su amada pistola FiveseveN e incluso del estilete que normalmente llevaba oculto en su antebrazo derecho. Salió solo con la compañía de un pañuelo en su bolsillo y un maletín.

Y de esta guisa llegó al dojo donde dejara muy malherido a David Abad. No se le ocurrió mejor lugar por el cual empezar sus pesquisas. Después de todo no podía presentarse en el CNI sin alguna buena escusa. Con el dueño del dojo muerto, no sabía qué había sido del establecimiento. Imaginó que tendría que llamar a la puerta de la vivienda o informarse por el casero de algunos detalles. Luego sería cuestión de ver si habían movido los registros, y si no, aguardar a la noche y colarse dentro. Pero le sorprendió ver el dojo abierto y en febril actividad. Al principio eso le contrarió, pero enseguida se dio cuenta de que en realidad le facilitaba el trabajo. Tras el genkan o entrada tradicional de dos alturas en la que tuvo que dejar los zapatos; llegó a la recepción, donde un hombre de mediana edad estudiaba con los ojos entornados la pantalla de un ordenador.

—Disculpe. Soy Atenógenes Corbín, de Corbín, Palacios y asociados— le hizo entrega de su tarjeta.
—¿Abogado?
—En efecto. Así es. Señor...
—¿Qué le trae a mi dojo?— preguntó el otro desatendiendo los principios más básicos de la cortesía.
—Si me lo permite, iré directo al grano. Mi bufete se cuida casi únicamente de herencias de cierta importancia. Pues verá, una herencia sumamente cuantiosa ha recaído en la persona de un antiguo alumno de este honorable establecimiento, que por desgracia también ha muerto hace escasos días, sin dejar viuda, hijos ni cualquier otro heredero que conozcamos.
—¿No me diga que se trata de David?
—Precisamente, el señor David Abad. Es muy triste. Un hombre tan joven y con todo el futuro por delante...
—Doblemente triste, pues tengo entendido que su único pariente vivo, un hermano menor, murió también en extrañas circunstancias unas semanas antes que él.
—Muy cierto— repuso sin dejar traslucir emoción alguna, aunque esa noticia le había pillado muy por sorpresa, pues Sentencia no sabía nada de un hermano de David. Se propuso averiguar cuanto pudiera de la muerte del hermano. —Por cierto, ¿se ha aclarado algo del asunto del hermano?— interrogó con pasmosa indiferencia, mientras se ajustaba las gafas con un dedo.
—La policía insiste en que lo mataron de una puñalada en aquel callejón para robarle el dinero. Pero David no lo creía así...— dijo el hombre dubitativo.
—Y ¿por qué? Si puede saberse.
—Puedo decírselo porque David fue muy insistente en ese punto. Estaba convencido de que tras la muerte de su querido hermano... creo que se llamaba Carlos, se ocultaba una oscura conspiración. Nadie le creía, por supuesto. Hay tantas muertes absurdas en este mundo, que no es necesario recurrir a conspiraciones de ningún tipo. El insistía en que cuando lo encontró la policía, el cadáver llevaba todavía una buena cantidad de dinero en el pantalón. Por lo visto, pocas horas antes le había dado el dinero del alquiler de su piso de estudiante.
—No todos los ladrones son tan concienzudos como la gente cree— confirmó Sentencia. —Es muy posible que encontrara la cartera con unos pocos euros y no pensara que pudiera llevar más dinero en otro bolsillo.
—Claro, claro. Eso es lo que la policía y algunos de nosotros le decíamos. Pero él parecía tener otras razones para desconfiar de esa teoría. Vaya usted a saber.
—Creo haber leído en algún diario que al chico lo apuñalaron en el ojo. ¿No es verdad?— soltó Sentencia como quien dice algo trivial, confiando no despertar sospechas.
—Efectivamente. Un tema muy desagradable. Pobre chico. ¡Ah! El hermano mayor estaba desconsolado. A veces se le veía en los ojos un brillo como de rabia. La muerte de su hermano le obsesionaba terriblemente. Sí. Tenía al pobre muchacho totalmente trastornado.

Sentencia se sentía satisfecho. Ahora conocía la razón por la cual David Abad se había entremetido en los asuntos del hombre sin nombre. El y su jefe habían estado muy equivocados. No es que estuvieran bajo la lupa del CNI en algún tipo de misión oficial, sino que era algo personal. Muy personal y tremendamente visceral. Tenía que descubrir si había alguien más en el ajo. No le gustaba dejar cabos sueltos. Era crucial enterarse de si David había confiado los detalles de su investigación a otras personas. Si había sido así, muy pronto morirían también.

—Bien, todo eso es muy desafortunado. Ha sido usted muy amable poniéndome al corriente, completando algunas lagunas de la historia que tenía. Ahora me pregunto si me permitiría hablar con algunos de los antiguos compañeros del señor Abad. Quizá alguien sepa algo que pueda serme útil para encontrar a los herederos, si es que los hay.
—Claro, pero tendrá usted que venir esta tarde. Su grupo viene a última hora de la tarde.
—Qué contrariedad. Esperaba no tener que hacerlo. Verá. No quiero importunarles durante su clase. Estoy seguro de que es usted muy hábil con ese ordenador. Apuesto a que en un minuto es capaz de obtener un listado con las señas de todos ellos. Con eso sería más que suficiente. Y ya me cuidaría de llamarles y entrevistarlos cuando mejor les conviniera.
—No sé. Esos registros son confidenciales...— empezó el hombre.
—No se preocupe por eso. Los abogados entendemos bastante de secretos y confidencialidad. No lo sabrá nadie. Me haría un inmenso favor.
—Me temo que no puedo. Deberá usted hablar con ellos aquí, cuando vengan. No hay más remedio. La cuestión de la protección de datos se ha puesto muy severa. De veras no podría.
—Mire, haremos una cosa. ¿Qué le parece si me hace ese favor y yo consigno una pequeña recompensa por sus servicios como parte de los gastos de la investigación? Digamos, ¿1000 euros?
—Ea... visto así. Creo que puedo proporcionarle los datos ahora mismo.

Sentencia extrajo de su maletín los mil euros y puso allí mismo el papel con el listado. Fingió tomar notas y cerró el maletín escrupulosamente.

—Pues asunto zanjado. Señor...
—¿Hace falta que conste mi nombre en alguna parte?
—En absoluto.
—Pues entonces no creo necesario decírselo. Que tenga muy buenos días, señor... Corbín. Era ese su apellido, ¿no es así?
—Precisamente. Buenos días.

Y habiéndose despedido de esta manera, salió del dojo y, con una sonrisa enigmática, se fue por donde había venido.