sábado, 17 de marzo de 2018

GumPeR se sobrePONE (LV - XVI)

Estaba por terminar lo que estaba siendo una semana calamitosa. Desde que le trasladaran a un hospital de la seguridad social, GumPeR había mejorado su salud considerablemente. Tras pasar un día en la UCI y algunos más en planta, pidió el alta voluntaria y volvió a la que había sido su casa. Un estudio muy bien situado. Allí descubrió que le habían desahuciado y que otro inquilino ocupaba ya su lugar. Pidió que le dejaran al menos recuperar sus cosas. Pero le despidieron informándole de que todo el contenido del piso era propiedad del dueño, lo cual era verdad. GumPeR, es decir, Gumersindo Peralta Romero, no tenía nada de su propiedad. Ni siquiera la ropa que llevaba, ni el pijama que había usado durante su enfermedad, eran suyos. Había sido rescatado del arroyo por su jefe, y al arroyo le devolvían ahora. Superado por una situación tan lamentable, Gumersindo se dejó caer al suelo y sollozó amargamente largo rato hasta que, confundiéndole con un pedigüeño, los viandantes empezaron a dejarle monedas. Avergonzado, se acordó de que aún tenía algo de dinero. Al menos podría pasar la noche bajo techo. Recogió la calderilla del suelo y se fue a un hotel, donde pidió habitación. Pagó por adelantado y retirándose, se preparó el baño. Después del baño decidió que estaba terriblemente cansado. Colgó la señal de no molestar y se metió en la cama, donde tuvo un sueño agitado.

Despertó en mitad de la noche totalmente sereno y consciente. En ese momento resolvió que se quitaría la vida allí mismo, mientras todavía aparentara ser alguien decente. Llamó a recepción y pidió un cabo de cuerda de tres metros. Por el telefonillo le dijeron que no prestaban ese tipo de servicio. Un poco enfurruñado, pero aún decidido, bajó con la intención de tener unas palabras con el recepcionista. Se topó con que el hombre mayor y bajito que le había atendido a su llegada había sido sustituido por uno joven y fornido que le encaró con firmeza. Entonces no le quedó otra que salir a buscar la cuerda él mismo. La halló muy cerca, en un Seven Eleven a la vuelta de la esquina. Gastó el poco dinero que le quedaba en ella y en un retal de tela que pensaba usar para vendarse los ojos en el momento crucial. Pidió que le dieran una bolsa mediante la cual pudiera ocultar lo que llevaba. Más le fue negada por no se qué normativa que había entrado en vigor recientemente. Así que no le quedó otra alternativa que llevarlo bien visible. De todas formas era noche cerrada. De esta guisa volvió al hotel y se encerró en su habitación.

Descolgó la lámpara y pasó la cuerda por el gancho que la sostenía. Se quedó solo con la luz de las mesitas de noche. Con esa escasa iluminación confeccionó el nudo corredizo que había de acabar con su vida. Cuando hubo acabado estudió la habitación. Cerca de la vertical de la lámpara había una mesa ideal para sus propósitos. Acercó una silla y se subió a la mesa. Calculó que dejando un poco más de cuerda si se tiraba con fuerza, quizá lograría romperse el cuello y así evitarse sufrimientos innecesarios. Volvió a mirar el nudo. No era gran cosa, pero cumpliría su labor. Lo comprobó todo y se acordó de que tenía que atar el otro extremo de la soga a algún punto que aguantara bien su peso. Miró y remiró, y tuvo la suerte de encontrarse en uno de esos escasos hoteles en que no hay aire acondicionado sino que un modesto radiador se encargaba de calentar la habitación. Aquel radiador le venía que ni pintado. Se daba cuenta de que fijar la cuerda adecuadamente era vital para su empresa. Y dicho y hecho. La cuerda quedó tan firmemente unida a la tubería que dudaba si podría desatarla de ahí, de querer hacerlo. Así todo dispuesto a su gusto, volvió a subirse a la mesa y se puso la soga en el cuello. Fue a vendarse los ojos cuando se acordó de algo. «¡Qué tonto!» Claro, se acordó que tendría que atarse las manos con algo no fuera que en el último momento cambiara de opinión y lo echara todo a perder. Como no sobrara nada de la cuerda y no viera nada más a su gusto, ni corto ni perezoso, arrancó el cordón de la cortina. Comprobado su grosor y su fortaleza, estaba listo para pasar a mejor vida. Antes de que tuviera tiempo de pensar más en ello, se encaramó a la mesa y se colocó la venda. A tientas buscó la soga y el nudo y se colocó el lazo con el nudo a un lado, como en las películas del oeste. Entonces repasó su plan y como no encontró defecto alguno en él, como pudo se ató a sí mismo las manos a la espalda con el cordón de la cortina. Ya preparado para lo que iba a hacer, se alegró de morir de esa forma. Al menos se le pondría dura una última vez.

Era de madrugada, de noche por todo el mundo cuando en todo el hotel una ominosa voz alteró la tranquilidad de la noche: «¡JEEEROOONIIIIMOOOO-». La voz se interrumpió de golpe como si algo la hubiera extinguido a la fuerza. A ella siguió casi al instante una algarabía de sonidos de diferente índole. Inmediatamente después se registraba una bajada de presión considerable en el sistema de calefacción central y pronto la centralita de recepción se tornó en un inconsistente árbol de navidad. La mayoría se quejaba del ruido. Algunos reportaban que había agua en el pasillo. Un cliente subrayó la presencia de sangre y dientes. Ante tal despropósito, el recepcionista pidió una ambulancia y llamó a la policía. Y como los de la ambulancia se negaban a entrar, fue la pareja de la Guardia Civil la que se topó con la terrorífica escena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario