sábado, 17 de agosto de 2019

Registro infructuoso (LV - XXIII)

La casa de la chica era un chalet adosado de tres pisos en una modesta urbanización de Rivas. A Sentencia no le había costado demasiado acceder e instalarse con cierta comodidad en uno de los adosados de enfrente, cuyos propietarios —un matrimonio sin hijos— estaban de vacaciones. No podía cometer otro error, por lo que esta vez decidió no precipitarse. Se había pasado varias semanas vigilando las entradas y salidas de Svetlana. Estaba estudiando sus movimientos cuidadosamente anotados en unos folios mientras mantenía un ojo fijo en la ventana. Algo no cuadraba. Svetlana guardaba luto aún por David y visitaba el cementerio con asiduidad. Tenía un horario bastante rígido en el trabajo y sin embargo pasaba demasiadas noches fuera de su casa. ¿Tendría un amante? No parecía ajustarse a la psicología de ella. Los tres o cuatro últimos días, convenientemente disfrazado, había aguardado pacientemente su salida del CNI y la había seguido para tratar de averiguar dónde iba esas noches. Todas las veces, invariablemente, la chica volvía a su casa. Juraría que no había sido detectado por ella ninguna de las veces. Sin embargo, estadísticamente, al menos uno o dos de esos días tenía que haberlo pasado fuera según los informes que había acumulado hasta el momento. Había algo que le olía mal, y a Sentencia, si había algo capaz de molestarle realmente; era no estar al tanto de todo lo que había que saber sobre su trabajo.

Svetlana nunca regresaba a su casa al mediodía y pasaba muchas horas fuera. Eso era ideal para el registro que Sentencia tenía en mente. Pero eso tampoco había podido hacerlo hasta el momento, para su propia consternación y escarnio. Por el día se lo impedía la mujer de la limpieza que llegaba sin falta antes de que su señora hubiese salido a trabajar y sólo salía del chalet al anochecer. Sentencia se las prometió muy felices el primer día en que la muchacha no regresó a dormir y observó como la criada abandonaba la casa. Pero al primer roce de la ganzúa en la cerradura fue disuadido por los ladridos de varios perros que provenían del interior de la casa. Pronto hubo réplicas de todos los perros de la urbanización, y no bien acababa de ponerse a salvo en su escondite de enfrente contempló horrorizado como se iban encendiendo las luces de los chalets vecinos, ventana por ventana, hasta que en casi todas las que podía ver había alguien asomado. Dos minutos después de que comenzara el escándalo hacía entrada en la urbanización un coche patrulla. Estaba claro que al mismo tiempo que empezaron a ladrar los perros se había activado una alarma silenciosa. Una sonrisa asomó en el rostro del asesino. La chica empezaba a gustarle.

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