jueves, 24 de diciembre de 2015

Capítulo I: De mi origen (Seríe: El Editor)


Vi por vez primera la luz del mundo en la mega ciudad denominada Nueva Tokio, cantón 9, división 14, ronda 347, distrito de Minagara; en una humilde familia de productores. Mi madre había nacido en la sagrada orden de los Editores, cuyos secretos son guardados con celo. Pero a raíz del conjunto de sucesos conocidos como «la revuelta de los cinco», cayó en desgracia y fue expulsada de la torre blanca. Descastada, vagó por las calles hasta las estribaciones del monte Itami, donde la vio mi padre -medio desfallecida-, quedando prendado de ella en el acto. La recogió haciendo caso omiso a la ley que prohíbe acoger descastados bajo pena de sufrir el mismo castigo. En el caso de mi padre, al ser de la casta más baja, se estaba exponiendo a la anulación del certificado digital de su dirección IP y a vivir una vida de proscrito que tarde o temprano lo llevaría a la muerte a manos de los servidores. Por suerte nadie apareció y Tomoko -que así se llamaba mi madre-, contra todo pronóstico, se enamoró perdidamente de mi padre. A su recuperación vivieron un corto noviazgo y tras conseguir el permiso del Lord comerciante de Minagara, contrajeron nupcias. Al fin y al cabo, los productores tenemos el deber de concebir muchos hijos cuanto antes mejor. Siendo vasallos de un comerciante de baja categoría, no era infrecuente que se concediesen los permisos de boda sin hacer muchas preguntas. Su unión fue bendecida con 19 hijos, de los cuales murieron dos a edad muy temprana. Yo fui el decimocuarto.

Al contrario que mis hermanos, yo nací débil y enfermo. A los pocos años, mis padres supieron que no iba a poder trabajar en el campo o en una fábrica. Las posibilidades de trabajar de un productor no iban más allá y su obligación hubiera sido entregarme a las autoridades para mi procesamiento. Me imagino que no hace falta que lo diga, pero lo diré igualmente. De haberlo hecho así, mi destino hubiera sido poco halagüeño. Sacrificado como un animal y mis restos reutilizados para cosas como abono o alimento para los intocables. Por fortuna, Tomoko convenció a mi padre para que no me denunciara. Mantuvieron las apariencias mostrándome poco en público y mi madre, rompiendo sus votos, comenzó a instruirme en los misterios del Gran Editor.


Los meses de primavera y verano, mi salud mejoraba y ayudaba a mis hermanos en las tareas del campo. En otoño e invierno fingíamos que me enviaban con unos tíos que vivían en otro distrito. Así fueron pasando los años apaciblemente y mi madre continuó enseñándome cuanto podía sobre la sabiduría de los editores. Al principio no albergaba muchas esperanzas en mi aprendizaje, como me confesaría después. Pero resultó que yo tenía un don innato o incluso quizá un conocimiento intuitivo de cuanto me explicaba y en poco tiempo demostré unas habilidades poco comunes, incluso para los aprendices de la mismísima torre blanca. Eso espoleó su celo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario