sábado, 5 de marzo de 2016

Capitulo V: Un encuentro inesperado


Un día se me acercó otro músico mendigo. Era una tarde fría del noveno mes y yo intentaba arrebujarme en mi manto, pero lo llevaba sujeto de tal manera que no lograba escapar a la incomodidad del viento.

-Muchacho, llevas mal puesta la toga-. El extraño se aproximó y me indicó como debía llevar la prenda en torno al cuerpo. En realidad no era la primera vez que cruzábamos nuestras miradas. Le había visto algunos días no demasiado lejos de las esquinas donde yo trataba de congraciarme con los viandantes y conseguir algunos fips o un poco de comida con el triste sonido de mi flauta. En más de una ocasión había notado que el hombre dirigía alguna que otra mirada furtiva en mi dirección al cruzarnos durante el día. Otras veces había escuchado yo el lamento de su laúd en el aire, tan dulce a los oídos, en el cálido aire de una tarde de verano.

-Con este viento no ganaremos hoy nada más. Conozco un sitio abrigado para pasar la noche. ¿Me acompañas?

Intenté buscar una escusa para no ir con él, pero no logré encontrar ninguna. A pesar de mi reticencia y la lógica desconfianza, me pareció buena idea buscar refugio ante una noche que se barruntaba fresca. Y si aquél hombre tenía algo contra mi, lo mismo podía matarme allí mismo que en cualquier otra parte; puesto que no se veía a nadie en donde nos encontrábamos. Así que acepté.

El refugio era un pequeño templo abandonado a dos o tres manzanas de distancia. Había sido construido antes de las obras de la gran autopista Nueva Nakasendo. Los cimientos rodeaban al viejo santuario casi por completo, logrando ocultarlo a vista del transeúnte. Al aproximarnos, mi acompañante miró hacia atrás y me empujó tras un recodo del camino tapándome la boca con una mano. Mis más oscuras sospechas sobre mi colega parecían a punto de cumplirse, pero no pasó nada más. Me hizo un gesto para que permaneciera en silencio, me soltó y me indicó el camino que ambos recorrimos intentando no hacer ruido. Tras un entramado de cimientos e inmensas vigas de hormigón que se cernían como telarañas sobre nosotros y a nuestro alrededor, llegamos de sopetón a un espacio completamente irreal y anacrónico. Rodeados por un jardín de plantas marrones por la escasa luz del sol que recibían y delante de un pequeño estanque paradisíaco, se levantaban los maderos de una pequeña ermita shinto. El tejado magnífico del tipo irimoya tenía adosado a la parte delantera un hermoso pórtico con gablete de estilo Kara sobre cuatro columnas de las que colgaba una de esas cuerdas con tiras de papel que llaman shimenawa y que son uno de los distintivos del templo Sintoista o Shinto. Los paneles exteriores y la estructura de cedro parecían conservarse bien, pero los paneles shouji estaban muy descuidados y presentaban multitud de agujeros en sus láminas traslúcidas de papel de arroz.

El hombre me guió por unos escalones de piedra sin labrar y franqueamos la entrada del santuario. La campana y los gruesos cordajes que servían para hacerla sonar yacían en el suelo inertes. Dejándome dentro volvió a asomarse sigilosamente al exterior. A los pocos segundos volvía con cara de preocupación. Me empujó a la parte trasera del templo, en donde se puso a mirar el suelo. Al parecer había algunas tablas sueltas, porque acto seguido lo vi levantando una e hizo un gesto para que le ayudara. Una vez hubimos hecho hueco, bajamos al entresuelo y volvimos a poner en su sitio, haciendo el menor ruido posible, las tres o cuatro tablas en el lugar por donde habíamos bajado. Había el espacio justo para gatear y así nos deslizamos como pudimos, prácticamente a oscuras, a la zona más sombría. El lugar estaba seco pero muy sucio. Resultaba desagradable y estuve a punto de protestar en voz alta. El músico me lanzó una mirada que me conminó a permanecer en silencio. No entendía nada. No se oía el menor ruido. Pero él me tocó el hombro y señaló la luz que entraba por las rendijas del piso. Al principio no logré atisbar nada, pero de pronto me di cuenta. No se veía gran cosa, sólo acertaba a columbrar el movimiento de unos ropajes, pero definitivamente, allí arriba había un hombre que guardaba silencio e incomprensiblemente no hacía ningún ruido al caminar. Ni las tablas más frágiles del estrado se combaban bajo su peso, así que no chirriaban en absoluto. Aquello parecía brujería. El hombre recorrió la estancia hasta que llegó justo encima de nuestro escondite. Transcurrieron unos minutos que a mi me parecieron horas, en los que el hombre permaneció inmóvil tan sólo escuchando. De repente me pareció que mi respiración sonaba demasiado fuerte. Intenté contenerla el tiempo que pude, pero entonces fue mi corazón el que empezó a latir de una forma que se diría que iba a saltar de mi pecho. Aquel ruido empezó a sonarme tan estrepitoso que me parecía imposible que no nos detectara. No pudieron ser más de dos o tres minutos, al cabo de los cuales entró en la ermita otro hombre. Eso hizo que nuestro silencioso amigo se relajara y volvieran a hacer efecto en él las leyes de la física. Un poco de polvo se deslizó por entre las rendijas del piso obligándome a parpadear.

-Nos han dado esquinazo, este maldito entramado de cimientos es un laberinto -se quejó el primero, cuya voz resultó ser sorprendentemente juvenil.
-Volveremos a encontrarlos tarde o temprano. Busca una posada. Hoy dormiremos bajo techo. Proseguiremos nuestra misión mañana -adujo el segundo con serenidad. Su voz, en cambio, era ronca y más propia de un hombre maduro.
-Pero, maestro... Se nos ordenó que no perdiéramos de vista al muchacho. Nunca hasta ahora lo habíamos perdido.
-¡Calla y haz lo que te digo! El chico se está haciendo pasar por un músico ambulante. Esa gente toca en las calles, en público. Además, sabemos que viaja hacia el oeste. Volveremos a dar con él, mañana.


Tan silenciosos como habían llegado, los dos hombres se fueron. Ese último intercambio de palabras dejaban claro que el perseguido era yo, cuando hasta entonces había supuesto que la cosa no iba conmigo y que mi desconocido compañero era el que estaba en problemas de alguna clase. Esperamos un largo rato antes de movernos. Aquella situación me había dejado helado. Ignoraba que me siguieran.

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