lunes, 16 de enero de 2017

Capítulo VIII: La red oculta

A la mañana siguiente nos permitimos dormir hasta algo más tarde. Tras desayunarnos compartiendo lo que llevábamos cada uno, partimos pasadas las once. Retrocedimos al vestíbulo por el que habíamos penetrado, que a la luz del día me pareció inmenso. Más que vestíbulo, era una sección sin construir de los pisos inferiores de la autopista. La luz entraba a raudales por las muchas ventanas. El suelo por el que pasamos la noche anterior resultó ser una pasarela lo bastante ancha como para que no pudiéramos apercibirnos de las barandillas a oscuras. Acercándose al borde se podía observar la parte interior del gran puzzle en que consistía la superficie externa, con sus cerchas y tirantes firmemente unidos al armazón interior. Este a su vez, como vértebra gigantesca de un animal mitológico, se sustentaba por medio de los pilares y sus ramificaciones. Desde donde estábamos sólo se podía ver la parte sur del mismo.

Si la noche anterior habíamos caminado longitudinalmente a la autopista, esta vez lo hicimos trasversalmente. Ascendimos por distintas pasarelas y escaleras, siempre siguiendo la curva interior que transcurría entre las líneas de pilares sur y norte, en cuya parte alta nos topamos con otro tabique que delimitaba una nueva sección compartimentada. No encontramos más controles de acceso en ninguna parte, claro que tampoco exploramos la zona exhaustivamente. El editor aparentaba conocer el camino, pero en ocasiones dudaba y andábamos en círculos. Hasta que al fin dimos con la manera de descender hasta el valle norte del entramado. Era difícil darse cuenta, porque todo ese lado estaba construido completamente y no se podía observar en su totalidad como en el caso del sur. No obstante, poco a poco, fuimos descendiendo hasta que dimos con una trampilla que parecía fuera de lugar en uno de los pasillos y luego de descender por ella nos descubrimos en un lugar harto inhóspito y cubierto del polvo de los siglos.

Montado a caballo sobre lo que era la parte más baja del valle norte, justo sobre el apogeo de los pilares, se descubría el ramal de una antigua red de transporte largamente olvidada. Estábamos en la parte más vieja de la gran autopista y aquello era lo que quedaba de un antiguo sistema de transporte propiedad de una vieja sociedad de comerciantes ya extinta. Tras siglos de abandono había sido reconvertido, a instancias del Vigésimo Sexto Gran Editor, en un sistema de transporte exclusivo para editores. Desplazarse por buena parte del mundo de forma rápida y anónima resultó de lo más práctico, además de cómodo, y rápidamente la red se fue ampliando con construcciones nuevas donde fue necesario y arreglando otras antiguas donde se las encontraba. El sueño del Vigésimo Sexto era crear una red global de transporte que facilitara la vida a editores de todas partes en un tiempo en el que todavía no existía un sistema de transporte global unificado. Estuvo a punto de conseguirlo, pero murió antes de verlo terminado, cuando apenas faltaban dos meses para cumplirse los veinte años de su reinado. Antes de que pudiera subir al trono su sucesor, el Vigésimo Séptimo, se promulgó una ley que obligaba a los editores a declarar su paso por las tierras a las que llegaban y atravesar las barreras como hacían los miembros de las otras castas. Poco después de aquello, los comerciantes de todo el mundo se pusieron de acuerdo para crear su Gran Sistema de Transporte Público, basado en el mismo principio de levitación magnética de la red de los editores, pero de dimensiones mucho mayores. Se tardó 50 años en un esfuerzo tremendo para terminar la nueva red, que curiosamente siguió el mismo trazado que la otra. En muchos tramos la nueva se tragó literalmente a la vieja, como era el caso de el ramal en el que nos encontrábamos.

Habían pasado cientos de años desde la última vez que una persona había estado en aquella vía, con la excepción de unos pocos como Roth, y sin embargo allí abajo parecía haber luz eléctrica. Las bocas de túnel permanecían a oscuras, pero entre ellas, en esa especie de andén de acceso al ramal, había una extraña claridad. Ante mi patente sorpresa, Roth me explicó que aquello no era electricidad. Se trataba de lámparas ópticas que recibían luz natural por medio de fibras que transmitían la luminosidad desde minúsculos poros en la superficie de la autopista. Ese fulgor era concentrado, reflejado y emitido por lámparas ubicadas en falsas claraboyas del techo. Quizá los ingenieros previsores, pensando en un posible uso futuro, las habrían dispuesto de esa forma. Salvo que esa posibilidad jamas ocurrió y la gente se olvidó de su existencia.

Roth había usado la red cuando había tenido la oportunidad, para evitar a los funestos servidores y sus dichosas barreras. Algunas veces había logrado hacer funcionar alguno de los vehículos originales que antaño usaran los editores y otras había recorrido los túneles a pie. La red era una aliada en momentos de necesidad, pero no podía utilizarse para recorrer largas distancias. En algunos tramos había cascotes en las vías producto de derrumbamientos. No era raro que un túnel otrora funcional terminara ahora abruptamente en una pared o en el vacío a muchos ken de altura. En general los muchos años de abandono, junto con desbordados planes de urbanismo habían dejado muchos trayectos en un estado lamentable. Durante su largo exilio, Roth había estado trabajado en un mapa para poder usar la red con seguridad, pero distaba mucho de estar completo. La revisión tenía que hacerse en su mayor parte a pie y a esa escala la tarea resultaba harto fatigosa pues la red era extensa. No obstante, había un puñado más de rebeldes editores exiliados que, como él mismo, llevaban años vagando por el ancho mundo e intentando crear un mapa similar. En esas escasas ocasiones en que, al cruzarse dos de ellos en los caminos, podían reunirse sin correr demasiados riesgos, estos valientes descastados intercambiaban información valiosa y con ella se iba avanzando en la labor. De todas formas a ese ritmo tardarían mucho tiempo en completar su obra. Quizá siglos. A pesar de entenderlo demasiado bien, ninguno se arredraba. Tal empeño en gentes supuestamente sin honor le hacía a uno preguntarse si el mundo no se había vuelto loco al rechazar a esos magníficos hombres.

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