viernes, 19 de octubre de 2018

La muerte de Atenógenes Corbín (LV - XXII)

Lloviznaba cuando Atenógenes Corbín atravesó el control de acceso del CNI. Su mercedes se arrastró con lentitud hasta la sombría entrada del edificio principal. Sentencia aguardó pacientemente en el asiento trasero a que el chófer le abriera la puerta del coche y le acompañara, paraguas en mano, a cubierto. Una vez dentro, tuvo que pasar por otro control, este equipado con rayos X y un arco magnético. Rió para sí con disimulo al verlo, mientras se colocaba con cuidado el pañuelo en el bolsillo delantero de la chaqueta. La recepcionista era una chica de buen ver, a la que afeaban unas gafas demasiado grandes.
—Soy Atenógenes Corbín, de Corbín, Palacios y asociados— se presentó, entregándole su tarjeta a la chica.
—¿Tiene usted cita?
—Me temo que no. El asunto que me trae aquí es de lo más delicado...
—Lo lamento— le cortó la recepcionista, —pero sin cita no puede usted ver a nadie.
—¡Oh! Pero no estoy aquí para ver a nadie en especial. Si pudiera escucharme unos minutos. Estoy seguro de que podría ser de mucha ayuda.
—Como usted comprenderá— soltó la muchacha, —tenemos mucho trabajo. Rellene este formulario y le llamaremos.
—Oiga. Soy el albacea de Don David Abad, antiguo trabajador de este centro— se detuvo un momento buscando unos papeles en su maletín. —Tenga. En... en realidad era albacea de un tío suyo que falleció unas semanas antes que el sobrino, dejándole una cuantiosa suma.
—Ya veo, señor...
—Corbín. Atenógenes Corbín.
—Sí, señor Corbín. Perdone, pero no sé cómo podría ayudarle.
—Ah cierto. Por favor, permita que me explique. Si pudiéramos hablar en un lugar más privado, solo serán un par de minutos.

La recepcionista levantó los ojos de los papeles y asintió con la cabeza. Utilizó el teléfono que tenía delante y cuchicheó algunas palabras. Enseguida vino otra mujer que ocupó su lugar y Sentencia y la chica se fueron juntos. La chica le guió por una puerta hasta una pequeña salita espartana, amueblada solo con una coqueta mesa de café y sendos cómodos sillones. Sentencia, bajo su disfraz de abogado caro, rechazó cortésmente el café que le ofrecían y se sentó sólo después de que lo hiciera su improvisada anfitriona.

—Usted dirá— repuso la mujer fríamente.
—Verá usted— adujo Corbín, —Mi cliente confiaba en que su legado sería para su querido sobrino, como es natural. La única familia que le quedaba en este mundo... Sin embargo, ahora que el señor Abad ha muerto sin herederos naturales, me encuentro en una posición sumamente difícil.
—Entiendo— Volvió a cortar ella, que no parecía muy dispuesta a salirse de lo meramente profesional, —Créame— resaltó. —Pero qué tiene que ver el CNI con eso. No consigo entender la razón por la que ha venido aquí. Ni tampoco qué podría hacer yo, una simple recepcionista.
—Claro, claro. La entiendo. Iré directo al grano... He venido porque es usted mi última esperanza. Prometo que si dedica estos dos minutos a escucharme atentamente, al final lo entenderá usted todo. Pero prometa que no me interrumpirá. ¿Lo promete?
—Está bien— suspiró la chica. Y haciendo de tripas corazón se resignó a escuchar. —Lo prometo.
—Bien. Intentaré resumir mi historia todo lo posible. El señor Roberto Abad, mi difunto cliente murió habiendo legado todas sus pertenencias a su amado sobrino, don David Abad, antiguo trabajador de este centro. La cuestión es que habíamos quedado en el notario la mañana siguiente a la noche en que fue brutalmente asesinado en su gimnasio. Comprenderá mi desesperación cuando descubrí que el fallecido no tenía familia ninguna en este mundo, ni siquiera primos lejanos. Era el deseo de mi cliente, Don Roberto que si su sobrino no le sobrevivía, se entregaran sus muchas y ricas propiedades a distintas causas benéficas. Y estaba en ello ayer, ya resignado a no encontrar ningún heredero vivo de Don David, cuando llegó a mis oídos que el señor Abad había establecido relaciones no hacía mucho con una compañera trabajadora de este centro y que además habían contraído nupcias pocos días antes del fallecimiento de este.
—Eso no puede ser— saltó la chica.
—Prometió usted no interrumpir mi relato...
—Perdone pero no pueden haberse casado. Las normas del centro prohíben las relaciones románticas entre compañeros de la misma unidad operativa y ellos lo eran.
—Me deja usted de piedra. Yo había supuesto que aquí se conocía ya el feliz evento, o que por lo menos algunos compañeros hubieran acudido a la boda como testigos. En todo caso, de que se casaron no hay duda— revolvió los papeles de su maletín, —mire, aquí está el certificado de matrimonio.
—Parece que lo dice es cierto y que se casaron después de todo— concedió después de mirar y remirar el certificado.
—Bien— replicó Corbín no sin antes haber devuelto el documento a buen recaudo en su maletín. —La cuestión ahora es que de la afortunada sólo conozco su nombre. Como comprenderá, necesito su dirección y su teléfono, para dirigirme a ella de forma adecuada. La pobrecilla ni siquiera sospecha que es heredera de una inmensa fortuna.
—Bueno, tampoco es que sepa el nombre muy bien. En su copia del documento eclesiástico solo se entiende su nombre de pila «Beta». No es un gran problema porque aquí todos sabemos quién es. En cuanto a la dirección, siento decirle que no puedo facilitársela, ya que la política de privacidad de la compañía no lo permite.
—Me temía algo parecido. Pero verá, si no la encuentro no me quedará otra salida que entregar toda la herencia a beneficencia. ¿No es una pena que tenga que ser así después de lo que ha sufrido?
—Mire, ¿qué quiere que le diga? Las normas son las normas. No obstante, como compañera de Beta no puedo permitir que se quede sin la herencia que le corresponde por derecho. Pobrecilla, ¿no cree que ya ha perdido bastante?
—En efecto, así es.
—Está bien. Su nombre completo es Svetlana Vorobiovna Zhuk. La dirección no puedo dársela, de verdad. Espero que le baste con eso.
—Bueno, no se preocupe. Usted ha hecho lo que ha podido. Muchas gracias por todo. No la entretengo más. Me marcho.
—Espere, no es por ahí. Permita que le indique la salida. Si es tan amable de seguirme...

Corbín se volvió, sonrió e hizo un gesto de cansancio. Se enjugó el sudor de la frente con su pañuelo de bolsillo y caminó detrás de la chica. Esta no pudo terminar el gesto de asir el picaporte que había iniciado, pues tuvo que tratar de apartar el pañuelo que se cernía en su garganta. Corbín cruzó rápidamente el pañuelo por detrás del cuello de la chica para formar un lazo mortal. Ella luchó con todas sus fuerzas para tratar de liberarse. En uno de sus intentos rozó sus gafas, que se precipitaron al suelo. No odiaba a la chica, así que empleó su mejor ciencia en cerrar el fluido sanguíneo de las arterias carótidas, para acelerar la pérdida de la consciencia mucho antes de que la asfixia causara la muerte. Un par de minutos después, con la chica aún viva pero inconsciente, buscó algo con lo que reemplazar su pañuelo. Después de todo no podía abandonarlo allí, quizá incluso con restos de su propio ADN. Recurrió al fino cordel de unas cortinas, que arrancó y utilizó para crear una ligadura lo bastante firme como para acabar el trabajo por sí sola. Sólo entonces, retiró su pañuelo y doblándolo cuidadosamente lo devolvió al bolsillo. A la chica le quedaba como mucho un minuto de vida o dos a lo sumo. Sentencia se alegró de que hubiera perdido la consciencia, ya que el cordel de la cortina era fino y le hubiera causado mucho dolor de no estar ya inconsciente. «Lo siento guapa» pensó, «pero no puedo irme sin la dirección». Y temiendo ser testigo del aflojamiento de los esfinteres que sobrevendría cerca del fin, la movió y la escondió lo mejor que pudo. Y él se concentró en su tarea de encontrar un terminal informático desde el que piratear los registros de los empleados del CNI. Diez minutos después abandonó el edificio, subió a su coche con chófer y se fue. En el trayecto comprendió que al matar a la chica había acabado también con su alter ego Atenógenes Corbín. El cual tendría que desaparecer de la escena para siempre. Torció el gesto al pensar en los gastos en que había incurrido. Los gastos de falsificación de los documentos que había usado para engatusar a la recepcionista, y de nuevo el coche lujoso con chófer. Pero pensando en el papel que llevaba en el bolsillo interior izquierdo de su chaqueta, había valido la pena cada euro. El hombre sin nombre tendría que reconocérselo y apoquinar la pasta. Estando en esas le sobrevino el malestar. Miró al exterior y vio que transitaban una desierta carretera secundaria.
—Pare en el arcén, por favor.
Sentencia se alejó unos pasos y vomitó.