martes, 16 de diciembre de 2014

Relato; Escapada apresurada y un error. (Hombre sin nombre XVII)


El hombre sin nombre estaba siendo sometido a un acoso sin precedentes. En dos ocasiones habían estado incluso a punto de cogerle. ¡Era Inaudito! Le dolía también el gran número de asuntos que se habían echado a perder completamente por culpa de sus perseguidores. Hasta tal punto se completó su ruina que, en una ocasión en que -necesitado de fondos- intentó transferir dinero de sus cuentas de las islas Caimán; la operación fue interceptada y todos sus fondos perdidos.

Sabía que desde la muerte del que llamaban Hereje27 le perseguían aún más estrechamente. Era del todo imposible continuar con sus negocios habituales en ese enrarecido ambiente. No había más remedio que dejar la escena hasta que se serenaran las aguas.

Decidido a desaparecer por un tiempo, viajó a Barcelona en avión una gélida mañana de mediados de diciembre. Eligió el avión porque era imposible ocultarse de la vista de los demás. Se mantuvo vigilante no lejos de la puerta de embarque, pero oculto del resto del pasaje, hasta la última llamada. Una vez estuvo seguro de que no había embarcado nadie sospechoso, se apresuró hacia el avión él mismo. Sin un momento para relajarse, inspeccionó a sus compañeros de viaje con disimulo. No vio a nadie conocido o que oliera a policía. Ya en Barcelona se tomó un café en la cafetería Jamaica, en la misma terminal 1, muy cerca de la zona de llegadas. Apuró su café, pagó en efectivo. Antes de irse, hurgó disimuladamente en el calcetín de la pierna derecha -como si le picara. -Allí llevaba lo que él llamaba la llave de las emergencias. Abría una consigna que contenía un equipo de supervivencia urbana. Había un maletín con cheques de viaje por valor de unas decenas de miles de euros, unas gafas oscuras, una muda, varios pasaportes falsos y un pijama de satén. Dejó las gafas porque llamarían demasiado la atención en esa época del año. Tras coger un pasaporte, cerró el maletín y lo sacó de la consigna. Y, sin perder más tiempo, se subió a otro avión rumbo a Viena, Austria.

Se alojó en el lujoso Grand Hotel, donde permaneció tranquilo unos días. Su estancia en Viena se resumiría en sus paseos matutinos, sus largas horas en el spa, sus comidas en el restaurante japonés de la séptima planta y sus noches de ópera.



Unos días después, cerca del palacio Schönbrunn, algo que no pudo terminar de definir perturbó aquella tranquilidad inicial. Le pareció ver una cara familiar entre la masa de turistas que se disponían a visitar la residencia imperial. No era hombre que creyese en las coincidencias, así que interrumpió su paseo acostumbrado y volvió resuelto al hotel. Precisamente la noche anterior, había conocido a un grupo de snobs ingleses que estaban haciendo un circuito por Europa. Habían venido desde Venecia en el Orient Express para pasar dos noches en Viena y justamente tenían que volver al legendario tren en su ruta hacia París a la mañana siguiente. Medio en broma, anestesiados por el alcohol, le habían invitado a proseguir viaje con ellos. Pidió que le prepararan la cuenta, pues pretendía unirse al grupo de ingleses. Dejó pasar el día sin salir del hotel. Por la noche durmió poco y mal. Se despertó a las 5:30 de la madrugada bañado en sudor. Tenían que abandonar el hotel a las 6:30, así que se levantó y se duchó. Al ir a vestirse le pareció ver una sombra moverse sigilosamente a través de la ventana. Se pegó a la pared y se asomó con cuidado. Suspiró con alivio. Era un viejo borracho que volvía tarde al hotel. Vino en el mismo avión desde Barcelona. El viejo era el típico ruso borracho y alborotador. Dijo que llevaba en España desde los sanfermines y que habiéndose gastado todo el dinero, tuvo que quedarse a trabajar para poder volver a la madre Rusia. La fortuna quiso que acertara una quiniela de 15. Recibió una buena suma que el viejo pretendía derrochar en viajes, putas y excelente alcohol. Las voces del viejo le devolvieron a la realidad. Se vistió con un cómodo traje de tweed. Había tenido que comprarse ropa nueva en Viena, pero casi toda estaba ya empacada y esperando abajo a que el mozo la llevara al microbús de los ingleses. Cogió su maletín de mano y salió del hotel. Aún le faltaban unos 20 minutos para irse. Sacó su pipa de hueso tallado y la cargó con tabaco St. James Woods de la casa McClelland. Una mezcla de virginia y perique que disfrutaba mucho en invierno, cuando los aromáticos se volvían insípidos a su entrenada lengua. Encendió una cerilla de madera contra la suela de su zapato. La sacudió para que se desprendiera la punta, con el azufre ya quemado. El tabaco se rizó y se esponjó agradablemente en respuesta a la proximidad de la llama. Unos suaves golpecitos con el atacador más una segunda encendida y empezó a saborear el tabaco. Volutas de humo azules se elevaban en desorden como en un sueño. Lentamente se dejó deslizar dentro de aquel conocido pmaraíso de los aromas y los sabores que tanto le relajaba. 

Una hora después iba en el transporte de los ingleses hacia la estación donde tomarían el Orient Express. A mitad de camino se unió a ellos un guía español. Un tal Norberto Rodriguez. El hombre sin nombre lo saludó como los demás, pero en su fuero interno pensó que esa fachada de atolondrado era un disfraz. Muy bien podía ser uno de sus perseguidores. Es más, le recordaba a Roberto Pass. Un hombre que había tratado de engañarle usando un disfraz similar. Al llegar a la estación, Norberto se ausentó para ir al baño. El hombre sin nombre se excusó unos minutos para comprar unos regalos en una tienda cercana. A su regreso, cargado con algunos paquetes, seguían sin noticias del guía. Hacía más de media hora que se había ido. Lo habían contratado en Venecia para el resto del viaje. Unos minutos después apareció un muchacho con una nota. Decía así:

«Queridos señores, he tenido que ausentarme tan deprisa que lamentablemente no he tenido tiempo mas que para escribir esta nota. Prosigan su viaje. Quizá pueda reunirme con ustedes más tarde en París. Ruego me perdonen por esta irregularidad.

NR»

Los ingleses se enfadaron lo suyo. «¡Qué impertinencia!» dijo uno. «¿Impertinencia? ¡Y desvergüenza!» añadió otro. «Verdaderamente ¿qué pensaría nuestro pobre padre si viviera? ¡El mundo se ha vuelto loco!». Pero enseguida anunciaron que su tren estaba listo y se pusieron en marcha.


Sus compañeros, aunque excéntricos y chapados a la antigua, resultaron ser bastante animados. Y qué decir del tren. Era la personificación del lujo y del confort. Incomparable. Le asignaron un compartimento enteramente de su gusto y se concentró en disfrutar del trayecto.

***

A la mañana siguiente un grito alteró la estación de trenes Westbahnhof de Viena. Un hombre apareció muerto en un cuarto de limpieza no lejos de los aseos. El hombre tenía una puñalada en el costado derecho, entre la cuarta y la quinta costilla que le perforó un pulmón y tocó el corazón. La muerte tuvo que ser instantánea y silenciosa. Descubrió el cadáver la señora de la limpieza. Intensas averiguaciones posteriores condujeron a la policía a identificar el cuerpo como Norberto Rodriguez Posadas. Un guía turístico muy conocido que trabajaba en Europa.

***

Nota: Casi al mismo tiempo que se descubría el cadáver en Viena, Roberto Pass bostezaba en su cama a miles de kilómetros de distancia. Se encontraba de permiso en Chile. Emitió un floreado y notable pedo y se dio media vuelta para volver a dormirse.


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