martes, 11 de febrero de 2014

Relato: De los miedos, vergüenzas y desvelos de Melquiades.

Se removió Melquiades inquieto en el Jergón, estaba totalmente bañado en sudor, negras pesadillas habían atormentado su mente.
Termino por levantarse y dirigirse hacia la humilde cocina, allí siempre había dispuesto un puchero de achicoria, mientras lo ponía a calentar en un fogón de la cocina, encendió un cigarro y se sentó a esperar en una silla.
Había soñado de nuevo que tenía veinte años, se encontraba en el sitio de Flevo, sirviendo en el Tercio Viejo bajo las ordenes del Duque de Espinola, en aquella época, Melquiades todavía se asombraba de los horizontes rojos y negros debido al incendio de granjas y pastos, y al hedor que desprendían hombres y bestias muertos, que eran festín para moscas en los margenes de los caminos, cosas de la guerra le decían los veteranos.
Soñaba con una noche en concreto, regresaba junto con unos compañeros de una “encamisada”, en la que había degollado no menos de tres herejes, se dispusieron para pasar la noche en el pajar de una granja a las afueras de la población.
Allí Melquiades contemplo una escena que se quedaría marcada a fuego en su memoria, había en el suelo un rufián, que con el calzón bajado intentaba abusar de una chica, seguramente hija de los dueños de la granja.
Al ver la escena Melquiades ni corto, ni perezoso, largo tal puntapie a las nalgas del mencionado que este rodó por el suelo, el ofendido preso de ira asió presto la espada, pero al contemplar a Melquiades con los ojos entrecerrados, una mueca cruel dibujada en los labios, la mano izquierda sujetando la vaina y la derecha en el pomo de la propia se lo pensó al menos dos veces y como todos los de su calaña salio corriendo con el rabo entre las piernas, para risa y mofa del resto de compañeros del tercio que contemplaban la escena.
Entonces Melquiades al ver la vestimenta del individuo llena de lazos y calzando ricas botas, se dio cuenta de dos cosas: que aquel fulano era de origen noble, hijo o pariente de alguna persona principal y que por tal acción, a Melquiades en aquella brisca le pintarían bastos.
La chica no tendría más de diecisiete años, el pelo dorado como la mies madura, piel blanca y unos ojos de color azul claro, Melquiades con un gesto le indico que se arreglara la ropa, y marchara,
Después se supo que el culo pateado correspondía a un miembro de la nobleza española, emparentado de forma lejana con la Casa Real, por tal motivo Melquiades fue arrestado y condenado a recibir diez bastonazos en la espalda como castigo ejemplar por patear tan regias posaderas, aunque estas tuvieran como dueño aun cabrón redomado.
Melquiades fue atado por las muñecas a la rueda de un carro, desnudo de cintura para arriba en la plaza del pueblo, el castigo era público, el Tercio estaba formado y la gente se agolpaba en rededor de la plaza formando un corro siniestro.
Melquiades vio al del culo pateado en las primeras filas, mesándose el fino bigote, riéndose de la situación, las vueltas que da la vida una semana más tarde Melquiades le volvería a ver en el momento en que expiraba con las tripas fuera y los ojos vidriosos boqueando como un pez fuera del agua, fruto del error de un artillero hereje, que apuntando a vanguardia de la formación, la granada fue a caer a retaguardia donde solía medrar el fulano en compañía de los de su clase, en esos momentos el hipeputa reía menos, eso también son cosas de la guerra como dirían los veteranos del Tercio.
Entre el gentío, Melquiades vio a la muchacha, y mientras el verdugo aplicaba el bastón sobre sus magras costillas, miro a sus ojos de cielo buscando algún gesto de agradecimiento que le sirviera de consuelo, más no hallo en ellos nada más que un rencor y un odio infinito, reflejado en el frío glacial con el que le devolvió la mirada.
Después le dijeron, que cuando cuando pasó aquello colgaron al padre y acuchillaron a la madre de la muchacha, para después robar e incendiar la granja donde vivían, cosas del saco que dirían los veteranos.

Melquiades dio una larga calada al cigarro, mientras apartaba el puchero del fogón, pensó que si la muchacha sobrevivió a la guerra y a la posterior hambruna tendría más o menos su edad, se pregunto entonces si recordaría ella el hecho con el mismo rencor, que con la vergüenza con la que lo recordaba él.

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