Hoy
les dejo para su deleite un relato de Ciencia-Ficción que leí en
mis tiempos mozos, se titula “Tenemos lo que usted necesita”, escrito en 1945 por Henry Kuttner bajo el seudónimo de Lewis Padgett, publicado en una
recopilación de relatos llevada a cabo por Kurt Singer para la
colección Galaxia de la editorial ATE, corría por aquel entonces el
año de nuestro señor de 1981.
Espero
que les guste.....
La frase "Tenemos lo que usted necesita" estaba escrita al revés "atisecen detsu euq someneT". Eso decía
el letrero. Tim Carmichael, que trabajaba para un periódico
comercial especializado en economía y ganaba un magro salario
vendiendo artículos exagerados y falsos a diarios sensacionalistas,
no detectaba ninguna 'historia' en las letras invertidas. Le pareció
un truco publicitario barato, algo infrecuente en Park Avenue, donde
los frentes de las tiendas se distinguen por su dignidad clásica. Y
se irritó.
Refunfuñó
en silencio, siguió caminando, de pronto se volvió y regresó. No
tuvo fuerzas para resistir la tentación de descifrar la frase, a
pesar de que su fastidio aumentaba. Se detuvo ante el escaparate,
miró hacia arriba y masculló:
—"Tenemos
lo que necesita". ¿De veras?
Era una
frase en letras prolijas y pequeñas sobre una cinta pintada de negro
que se extendía a través de un panel de vidrio angosto. Abajo había
uno de esos escaparates de vidrio curvo e invisible. A través del
vidrio Carmichael pudo ver una profusión de terciopelo blanco, con
unos pocos objetos dispuestos cuidadosamente. Un clavo oxidado, un
zapato para nieve y una tiara de diamantes. Parecía un decorado de
Dalí para Cartier o Tiffany.
—¿Joyeros?
—preguntó Carmichael en silencio—. ¿Pero por qué 'lo que
necesita'? — imaginó millonarias angustiadas por falta de un
collar de perlas adecuado, herederas sollozando desconsoladamente por
carecer de unos cuantos zafiros. El principio de la venta de
artículos de lujo era manejar hábilmente la oferta y la demanda;
poca gente necesitaba diamantes. Simplemente los querían y no podían
costeárselos.
—O
quizá vendan lámparas de Aladino —concluyó Carmichael—. O
varitas mágicas. Pero es el mismo principio de una feria de
diversiones. Una trampa para incautos. Anuncia Lo-que-Sea y la gente
pagará para entrar. Por dos centavos...
Esa mañana
estaba deprimido y disgustado con el mundo en general. La perspectiva
de un chivo emisario era atractiva, y la credencial de periodista le
daba ciertas ventajas. Abrió la puerta y entró.
Sí, era
típicamente Park Avenue. No había exhibidores ni mostradores. Bien
podía tratarse de una galería de arte, pues había una serie de
óleos interesantes expuestos en las paredes. Carmichael tuvo la
sensación de encontrarse en medio de un lujo abrumador, con la
lobreguez de un palacio deshabitado.
Por unos
cortinados del fondo salió un hombre muy alto de pelo blanco
cuidadosamente peinado, cara rojiza y saludable y ojos azules y
penetrantes. Tendría unos sesenta años. Vestía ropa de tweed cara
pero descuidada, lo cual de algún modo contrastaba con el decorado.
—Buenos
días —dijo el hombre, echando una rápida ojeada a las ropas de
Carmichael, y al parecer se sorprendió levemente—. ¿En qué puedo
servirle? ¿Puedo serle útil?
—Tal
vez —Carmichael se presentó y mostró su credencial.
—Oh.
mi nombre es Talley. Peter Talley.
—He
visto el letrero.
—¿Oh?
—Nuestro
diario siempre está a la pesca de posibles artículos. No había
visto antes esta tienda...
—Hace
años que estoy aquí —dijo Talley.
—¿Es
una galería de arte?
—Bien...
No.
La puerta
se abrió. Un hombre rubicundo entró y saludó cordialmente a
Talley. Carmichael, reconociendo al cliente, sintió que su opinión
de la tienda mejoraba rápidamente. El hombre rubicundo era un
Nombre, todo un personaje.
—Tal
vez me apresuré, señor Talley —dijo—, pero estaba impaciente.
¿Ha tenido tiempo de conseguir...lo que yo necesitaba?
—Oh,
sí, Lo tengo. Un momento —Talley atravesó los cortinados y
regresó con un envoltorio pequeño y prolijo que entregó al hombre
rubicundo. Este último le entregó un cheque y se marchó.
Carmichael tragó saliva cuando logró atisbar la cantidad. El coche
del hombre estaba frente a la puerta.
Carmichael
se acercó para observar afuera. El hombre rubicundo parecía
ansioso. El chofer esperó con estolidez mientras el hombre abría el
envoltorio con dedos apresurados.
—No
estoy seguro de que me interese la publicidad, señor Carmichael
—dijo Talley—: Tengo una clientela selecta, cuidadosamente
escogida...
—Quizá
nuestros boletines económicos semanales le interesen a usted. Talley
trató de no reír.
—Oh,
no lo creo. Realmente no está en mi línea.
El hombre
rubicundo terminó de abrir el envoltorio y sacó un huevo. Por lo
que Carmichael podía ver desde la puerta, no era más que un huevo
ordinario. Pero su poseedor lo contemplaba casi con respeto, con
tanta satisfacción como si la última gallina de la Tierra hubiera
muerto diez años atrás. Una especie de alivio profundo afloró a la
cara bronceada.
Le dijo
algo al chofer, y el coche arrancó suavemente y desapareció.
—¿Tiene
algo que ver con granjas? —preguntó Carmichael a boca de jarro.
—No.
—¿Le
importaría decirme cuál es su especialidad?
—Más
bien temo decírselo —dijo Talley. Carmichael empezó a oler una
historia.
—Desde
luego, podría averiguarlo a través de la Oficina de Negocios
Exclusivos...
—No
podría.
—¿No?
Quizás a ellos les interese saber por qué un huevo vale cinco mil
dólares para un cliente.
—Mi
clientela es tan exigua —dijo Talley— que debo cobrar tarifas
elevadas. Usted sabrá que hubo un mandarín chino que pagaba miles
de taels por huevos de antigüedad incuestionable.
—Ese
fulano no era un mandarín chino —dijo Carmichael.
—Oh,
bien. Como le digo, no me interesa la publicidad.
—Yo
creo que sí. Estuve un tiempo en ese oficio. Escribir el letrero al
revés tiene el obvio propósito de atraer clientes.
—Entonces
es usted mal psicólogo —dijo Talley—. Simplemente puedo
costearme los caprichos. Durante cinco años miré ese escaparate
todos los días y leía el letrero al revés, desde dentro de la
tienda. Me fastidiaba. Usted sabe que una palabra empieza a parecerle
rara si la mira detenidamente mucho tiempo. Cualquier palabra. Se
transforma en algo inhumano. Bueno, yo descubrí que ese letrero me
estaba poniendo neurótico. Al revés no tiene sentido, pero yo me
obstinaba en encontrarle alguno. Cuando empecé a repetir 'atisecen
euq ol somenet' y buscarle derivaciones filosóficas, llamé a un
pintor de letreros. Los interesados siguen viniendo.
—No
muchos —dijo taimadamente Carmichael—. Esto es Park Avenue. Y el
decorado es lujoso. Nadie con bajos ingresos, ni aun medianos,
entraría aquí. Así que usted posee una tienda exclusiva.
—Bien
—dijo Talley—. Así es.
—¿Y
no me dirá qué vende?
—Prefiero
no hacerlo.
—Tendré
que averiguarlo, entonces. Podría haber pornografía, drogas,
artículos de lujo robados...
—Muy
probable —concedió el señor Talley—. Compro joyas robadas, las
oculto en huevos y las vendo a mis clientes. O tal vez ese huevo
estaba lleno de tarjetas postales francesas microscópicas. Buenos
días, señor Carmichael.
—Buenos
días —dijo Carmichael, y salió. Se le había hecho tarde para
llegar a la oficina y sentía mucho fastidio. Había jugado un rato
al detective investigando el movimiento de la tienda de Talley, y los
resultados fueron más que satisfactorios...hasta cierto punto. Llegó
a saber todo, menos el porqué.
A la tarde
visitó nuevamente al señor Talley.
—Un
momento —dijo al ver la cara de poca amistad del propietario—.
¿Qué sabe usted? Yo podría ser un cliente. Talley rió.
—Bien,
¿por qué no? —Carmichael frunció los labios—. ¿Sabe acaso el
monto de mi cuenta bancaria? ¿O quizá tiene una clientela
restringida?
—No.
Pero...
—Estuve
investigando un poco —se apresuró a decir Carmichael—. Me he
fijado en los clientes suyos. En realidad los he seguido. Y he
averiguado lo que compran.
Talley
cambió de expresión.
—¿De
veras?
—De
veras. Todos tienen prisa por abrir los envoltorios. Eso me hizo
interesar de un modo especial. Hice más averiguaciones. Algunos se
me escaparon, pero...vi lo suficiente como para aplicar un par de
reglas lógicas, señor Talley. Veamos: sus clientes no saben lo que
compran. Es una especie de caja de sorpresas. Un par de ellos se
asombró bastante. El hombre que abrió el envoltorio y encontró un
viejo recorte periodístico, por ejemplo. ¿Y las gafas de sol? ¿Y
el revólver? Probablemente ilegal, de paso..., sin licencia. Y el
diamante... Debía de ser artificial, por el tamaño.
—Aja
—dijo el señor Talley.
—No
me creo muy listo, pero tengo olfato para las cosas raras. Casi todos
sus clientes son personajes importantes, de un modo u otro. ¿Y por
qué algunos de ellos no le pagaron, como el primero, el que entró
esta mañana, cuando yo estaba aquí?
—Me
manejo ante todo con créditos —dijo Talley—. Es una cuestión de
ética profesional, de responsabilidad. Verá usted, vendo
mis...mercaderías...con cierta garantía. Sólo se pagan si el
producto es satisfactorio.
—Bien.
Un huevo. Gafas de sol. Un par de guantes de amianto, creo. Un
recorte de diario. Un revólver. Y un diamante. ¿Cómo lleva el
inventario?
Talley no
dijo nada. Carmichael sonrió.
—Tiene
usted un mandadero —continuó—. Lo envía afuera y él vuelve con
paquetes. Tal vez va a un almacén de Madison y compra un huevo. O a
una casa de empeños de la Sexta y compra un revólver. O...en fin,
le dije que averiguaría cuál es su negocio.
—¿Y
lo averiguó? —preguntó Talley:
—'Tenemos
lo que necesita' —dijo Carmichael—. ¿Pero cómo lo sabe?
—Sus
conclusiones son apresuradas.
—Me
duele la cabeza (¡no llevaba gafas de sol!) y no creo en la magia.
Escuche, señor Talley. Estoy hasta la coronilla de las tiendas raras
que venden cosas insólitas. Sé demasiado sobre ellas... He escrito
sobre ellas. Un fulano va por la calle y ve una tienda curiosa y el
propietario no le atiende porque sólo trabaja con chiflados o bien
le vende un hechizo ambiguo. ¡Bah...
—Nimh
—dijo Talley.
—Todo
el 'nimh' que usted quiera. Pero no puede escapar a la lógica. O
bien tiene aquí algo provechoso y sensato, o bien es una de esas
tiendas mágicas para embaucar incautos...y no lo creo. Porque no es
lógico.
—¿Por
qué no?
—Por
razones económicas —dijo Carmichael sin rodeos—. Aceptemos la
idea de que usted tenga poderes misteriosos... Digamos que fabrica
artefactos telepáticos. Muy bien.
¿Para qué
diablos iba a instalar una tienda para vender los artefactos y hacer
dinero y ganarse la vida? Simplemente se colocaría uno, leería la
mente de un corredor de bolsa y compraría las acciones adecuadas.
Esa es la falacia intrínseca de esos negocios exóticos... Si tiene
el dinero suficiente para proveer, equipar y dirigir semejante
tienda, ante todo no necesita dedicarse a eso. ¿Para qué tantas
vueltas?
Talley
calló. Carmichael sonrió astutamente.
—"A
menudo me pregunto qué compran los vinateros que valga siquiera la
mitad de lo que venden" —citó—. Bien, ¿qué compra usted?
Sé lo que vende: huevos y gafas...
—Es
usted un hombre inquisitivo, señor Carmichael —murmuró Talley—.
¿Ha pensado que puede estar metiendo las narices donde no debe?
—Tai
vez sea un cliente —insistió Carmichael—. ¿Qué le parece?
Los ojos
azules de Talley relampaguearon. Una luz nueva los iluminó. Talley
frunció los labios y arrugó el entrecejo.
—No
lo había pensado —admitió—. Es posible. Dadas las
circunstancias. ¿Me perdona un momento?
—Por
supuesto —dijo Carmichael—. Adelante.
Talley
atravesó los cortinados.
Afuera el
tráfico se deslizaba perezosamente por Park Avenue. Mientras el sol
se hundía más allá del Hudson, la calle yacía en una penumbra
azul que trepaba imperceptiblemente por las barricadas de los
edificios. Carmichael miró el letrero — TENEMOS LO QUE NECESITA—
y sonrió.
En una
trastienda, Talley aplicó el ojo a una placa binocular y movió una
perilla calibrada. Lo hizo varias veces. Luego, mordiéndose los
labios —pues era un hombre sensible— llamó al mandadero y le dio
instrucciones. Después se reunió nuevamente con Carmichael.
—Usted
es cliente, en efecto —dijo—. Bajo ciertas condiciones.
—¿Se
refiere a las condiciones de mi cuenta bancaria?
—No
—dijo Talley—. Le ofreceré tarifas reducidas; comprenda una
cosa: tengo de veras lo que usted necesita. Usted no sabe lo que
necesita, pero yo sí sé, Y bien..., se lo venderé por...digamos
cinco dólares.
Carmichael
buscó la billetera. Talley le contuvo con un gesto.
—Págueme
después, si queda satisfecho. Y el dinero es sólo la parte nominal
de la tarifa. Hay otra parte. Si queda satisfecho, quiero que me
prometa que no se acercará otra vez a esta tienda y nunca se la
mencionará a nadie.
—Entiendo
—dijo lentamente Carmichael; sus teorías habían cambiado
ligeramente.
—No
tardará mucho... Ah, ahí está.
Un
timbrazo en la trastienda indicó el regreso del mandadero. Talley
pidió excusas y desapareció. Pronto volvió con un envoltorio muy
prolijo que puso en las manos de Carmichael.
—Llévelo
siempre con usted —dijo Talley—. Buenas tardes.
Carmichael
asintió. Guardó el paquete y salió. Llamó un taxi —pues se
sentía con dinero— y fue a un bar que conocía. Allí, en la
penumbra de un rincón, abrió el paquete.
Un
soborno, dedujo. Talley le pagaba para que se calle la boca, fuera
cual fuese su negocio. Bien, vivir y dejar vivir. ¿Cuánto sería...?
¿Diez mil? ¿Cincuenta mil? ¿Será muy grande la organización?
Abrió una
caja de cartón oblonga. Adentro, envueltas en papel de seda, había
un par de tijeras, el filo protegido por una funda de cartón plegado
y engomado.
Carmichael
refunfuñó. Bebió el whisky con soda y pidió otro, pero no llegó
a probarlo. Miró la hora y pensó que la tienda de Park Avenue
habría cerrado y el señor Peter Talley se habría ido.
—"...que
valga siquiera la mitad de lo que venden" —dijo Carmichael—.
Tal vez son las tijeras de Átropos. Bah —desenfundó las tijeras e
hizo un par de cortes en el aire. No ocurrió nada. Las mejillas
levemente carmesíes, Carmichael envolvió de nuevo las tijeras y se
las guardó en el bolsillo del abrigo. ¡Lo habían engatusado!
Decidió
visitar al señor Peter Talley al día siguiente.
Entretanto,
¿qué? Recordó que había invitado a cenar a una chica de la
oficina, se apresuró a pagar y salió. Las calles ya estaban
oscuras, y un viento frío soplaba hacia el sur desde el Park.
Carmichael se ciñó la bufanda alrededor del cuello y le hizo señas
a un taxi.
Estaba
bastante fastidiado.
Media hora
más tarde, un hombre delgado de ojos tristes —Jerry Worth, uno de
los dactilógrafos de la oficina— le saludó en el bar donde
Carmichael estaba matando el tiempo.
—¿Esperas
a Betsy? —preguntó Worth, cabeceando hacia el restaurante anexo—.
Me pidió que viniera a avisarte que no podía venir. Un trabajo
urgente de última hora. Disculpas y demás. ¿Dónde estuviste hoy?
Las cosas se embarullaron un poco. Bebe un trago conmigo.
Pidieron
whisky. Carmichael ya estaba ligeramente rígido. El carmesí opaco
de las mejillas se le había vuelto encendido, y tenía una expresión
decididamente hostil.
—Lo
que necesita —comentó—. Estafador...
—¿Eh?
—dijo Worth.
—Nada.
Bebe. He decidido crearle problemas a un fulano, si puedo.
—Hoy
casi te creas problemas tú mismo. Ese análisis de los depósitos
mineros...
—Huevos.
¡Gafas!
—Te
he sacado de un brete...
—Cállate
—dijo Carmichael y pidió otra ronda. Cada vez que sentía el peso
de las tijeras en los bolsillos se ponía a murmurar.
Cinco
whiskies más tarde Worth dijo, quejumbroso:
—No
me molesta hacer buenas acciones, pero me gusta mencionarlas. Y tú
no me dejas. Sólo pido un poco de gratitud.
—De
acuerdo, menciónalas —dijo Carmichael—. Despáchate a gusto. ¿A
quién le importa?
Worth
pareció satisfecho.
—Ese
análisis de minerales... Fue por eso. Hoy no estuviste en la
oficina, pero lo pesqué a tiempo. Cotejé nuestras listas y habías
cometido un error con Trans-Acero. Si yo no hubiese corregido las
cifras, todo habría ido a imprenta...
—¿Qué?
—Trans-Acero.
Ellos...
—Imbécil
—rezongó Carmichael—. Ya sé que no coincidía con las cifras de
la oficina. Me proponía añadir una nota para hacerlas cambiar.
Recibí mi información de buena fuente. ¿Por qué no te ocupas de
tus asuntos?
Worth
parpadeó.
—Trataba
de ayudar.
—Me
habría venido bien para un aumento de cinco dólares —dijo
Carmichael—. Después de todas las investigaciones que hice para
obtener los datos auténticos... Escucha, ¿lo habrán mandado ya a
imprenta?
—No
sé. Tal vez no. Croft todavía estaba cotejando la copia...
—¡Bien!
—dijo Carmichael, manoteando la bufanda—. La próxima vez...
Saltó del
taburete y se dirigió a la puerta seguido por el confundido Worth.
Diez minutos más tarde estaba en la oficina escuchando a Croft, que
le explicaba que la copia ya había sido enviada a imprimir.
—¿Tiene
importancia? ¿Había...? De paso, ¿dónde has estado?
—Bailando
en el Arco
Iris —rugió
Carmichael, y se marchó. Había pasado del whisky de cebada a
cócteles de whisky, y naturalmente el aire fresco no bastó para
despejarlo. Tambaleando y observando cómo ondulaba la acera cuando
él parpadeaba, se detuvo y reflexionó.
—Lo
siento, Tim —dijo Worth—. Pero ya es demasiado tarde. No habrá
problemas. Tienes derecho a guiarte por los datos de la oficina.
—Detenme
ahora —protestó Carmichael—. Entrometido —estaba furioso y
borracho. Impulsivamente tomó otro taxi y se dirigió a la imprenta,
siempre con el desconcertado Jerry Worth a la rastra.
Un
golpeteo rítmico atronaba el edificio. El movimiento acelerado del
taxi había mareado a Carmichael; le dolía la cabeza, el alcohol se
le estaba filtrando en la sangre. La atmósfera caliente, con olor a
tinta, era desagradable. Las grandes linotipos pistoneaban y gruñían.
Los hombres se movían de un lado a otro. Todo era ligeramente
pesadillesco, y Carmichael encogió tozudamente los hombros y siguió
adelante hasta que algo lo tiró hacia atrás y empezó a
estrangularlo.
Worth se
puso a chillar. Gesticulaba en vano, blanco de terror.
Pero eso
era parte de la pesadilla. Carmichael alcanzó a ver lo que había
ocurrido. Los extremos de la bufanda se habían atascado en algún
engranaje y él era inexorablemente arrastrado hacia dientes
metálicos que lo triturarían. Los hombres corrían. Los clamores,
golpeteos y zumbidos se apagaban. Carmichael tiró de la bufanda.
—¡...cuchillo!
—gritaba Worth—. ¡Córtenla!
La
alteración de valores relativos provocada por la embriaguez salvó a
Carmichael. Sobrio, habría sido paralizado por el pánico. En su
aturdimiento, cada pensamiento era difícil de apresar, pero claro y
lúcido cuando atinaba a identificarlo. Recordó las tijeras y se
puso la mano en el bolsillo. Las hojas se deslizaron fuera del cartón
y Carmichael cortó la tela con movimientos apresurados y vacilantes.
La seda
blanca desapareció. Carmichael se palpó el borde deshilachado que
le ceñía la garganta y sonrió con cierta rigidez.
El señor
Peter Talley tenía esperanzas de que Carmichael no regresara. Las
probabilidades habían indicado dos variantes posibles: en una, todo
salía bien; en la otra...
La mañana
siguiente Carmichael entró en la tienda y extendió un billete de
cinco dólares. Talley lo aceptó.
—Gracias,
pero no era necesario que se molestara. Podría haber enviado un
cheque por correo.
—Podría.
Sólo que eso no me habría aclarado lo que querría saber.
—No
—dijo Talley, y suspiró resignado—. Está...decidido, ¿verdad?
—¿Qué
haría usted? —preguntó Carmichael—. Anoche... ¿Sabe lo que
ocurrió?
—Sí.
—¿Cómo?
—Nada
pierdo con decírselo —dijo Talley—. Lo averiguaría de un modo u
otro. Es indudable.
Carmichael
se sentó, encendió un cigarrillo y asintió.
—Lógica.
Usted pudo haber preparado ese pequeño accidente, por cualquier
medio. Betsy Hoag decidió cancelar nuestra cita de ayer a la mañana.
Antes que yo lo viera a usted. Ese fue el primer eslabón de la
cadena de incidentes que condujo al accidente. Ergo, usted sabía de
algún modo lo que ocurriría.
—Lo
sabía.
—¿Precognición?
—Mecánica.
Vi que la máquina lo trituraría...
—Lo
cual implica un futuro alterable.
—Por
cierto —dijo Talley, aflojando los hombros—. Hay innumerables
variantes posibles del futuro. Diferentes líneas de probabilidad.
Todas dependen de los resultados de diversas crisis que van
surgiendo. Soy experto en varias ramas de electrónica. Hace algunos
años, casi por accidente, tropecé con la fórmula para ver el
futuro.
—¿Qué...?
—Ante
todo, implica una focalización personal del individuo. En cuanto
usted entra en este lugar —hizo un gesto—, entra en el haz de mi
cámara. En mi trastienda tengo la máquina. Haciendo girar una
perilla calibrada, entreveo los futuros posibles. A veces hay muchos.
Como si por momentos ciertas emisoras no transmitieran. Miro mi
pantalla, veo lo que usted necesita...y se lo proveo.
Carmichael
soltó humo por la nariz. Observó las volutas azules con los ojos
entornados.
—¿Sigue
usted toda la vida de un hombre..., en triplicado o cuadruplicado o
lo que fuere?
—No
—dijo Talley—. Tengo ajustado el aparato de modo que es sensible
a las curvas críticas. Cuando sobrevienen, las sigo más allá y veo
qué líneas probabilísticas se relacionan con la supervivencia y
felicidad del sujeto.
—Las
gafas, el huevo y los guantes...
—El
señor...eh, Smith —dijo Talley— es uno de mis clientes
regulares. Cuando supera exitosamente una crisis, con mi ayuda,
regresa para un nuevo examen. Localizo su próxima crisis y le proveo
de lo que necesitará para afrontarla. Le di los guantes de amianto.
Dentro de un mes se le presentará una situación en la que tendrá
que manipular una barra de metal al rojo vivo. Es artista. Sus
manos...
—Entiendo.
Así que no siempre se trata de la vida...
—Claro
que no —dijo Talley—. La vida no es el único factor decisivo.
Una crisis aparentemente menor puede desembocar en...bueno, divorcio,
neurosis, acciones erróneas y pérdida de cientos de vidas,
indirectamente. Aseguro la vida, la salud y la felicidad.
—Es
usted altruista. ¿Pero por qué el mundo entero no llama a sus
puertas? ¿Por qué limita su trabajo a unos pocos?
—No
tengo tiempo ni equipo.
—Se
podrían construir más máquinas.
—Bueno
—dijo Talley—, casi todos mis clientes son ricos. Tengo que
vivir.
—Podría
leer las cotizaciones de bolsa de mañana si quisiera plata —dijo
Carmichael—. Volvemos a la vieja cuestión. Si alguien tiene
poderes milagrosos, ¿por qué se contenta con ser dueño de una
tienda?
—Razones
económicas. Yo...eh, no soy amante del juego.
—No
sería jugar —recalcó Carmichael—. "A menudo me pregunto
qué compran los vinateros..." ¿Qué gana usted con todo esto?
—Satisfacción
—dijo Talley—. Llámelo así.
Pero
Carmichael no estaba satisfecho. Barajó mentalmente las
posibilidades. ¿Conque asegurar, eh? La vida, la salud y la
felicidad.
—¿Y
qué dice de mí? ¿Habrá otra crisis en mi vida?
—Probablemente.
Bueno, no es forzoso que se relacione con peligros personales.
—Entonces
soy un cliente permanente.
—Yo...No...
—Escuche
—dijo Carmichael—. No trato de aprovecharme. Le pagaré. Le
pagaré bien. No soy rico, pero sé exactamente hasta qué punto me
sería útil un servicio como éste. Basta de preocupaciones...
—No
podría ser...
—Oh,
vamos. No soy un chantajista ni nada por e! estilo. No le estoy
amenazando con publicidad, si eso teme. Soy un hombre común, no un
villano de melodrama. ¿Le parezco peligroso? ¿De qué tiene miedo?
—Usted
es un hombre común, sí —admitió Talley—. Sólo que...
—¿Por
qué no? —insistió Carmichael—. No le molestaré. Pude superar
una crisis, con la ayuda de usted. En algún momento se presentará
otra. Déme lo que necesito para afrontarla. Cóbreme lo que quiera.
De un modo u otro conseguiré el dinero. Prestado, si es necesario.
No le molestaré en absoluto. Todo lo que le pido es que me deje
visitarle cada vez que supere una crisis, para pertrecharme para la
próxima. ¿Qué tiene de malo?
—Nada
—dijo discretamente Talley.
—Bien,
pues. Soy un hombre común. Hay una chica; se llama Betsy Hoag.
Quiero casarme con ella. Irme a vivir al campo, criar niños y tener
tranquilidad. Tampoco eso tiene nada de malo, ¿verdad?
—Ya
era demasiado tarde cuando usted entró hoy en la tienda —dijo
Talley. Carmichael lo miró fijo.
—¿Por
qué? —vociferó.
Una
chicharra zumbó en la trastienda. Talley atravesó el cortinado y
regresó casi inmediatamente con un paquete. Se lo dio a Carmichael.
Carmichael
sonrió.
—Gracias
—dijo—. Muchísimas gracias. ¿Tiene idea de cuándo se
presentará la próxima crisis?
—En
una semana.
—¿Le
importa si...? —Carmichael estaba abriendo el envoltorio; sacó un
par de zapatos con suela de plástico y miró a Talley desconcertado.
—¿Conque
necesitaré...zapatos, eh?
—Sí.
—Supongo...
—Carmichael titubeó—. Supongo que usted no me dirá por qué.
—No,
no se lo diré. Pero asegúrese de usarlos cada vez que salga.
—No
se preocupe por eso. Y...le enviaré un cheque. Tal vez tarde un poco
en juntar el dinero, pero se lo enviaré. ¿Cuánto?
—Quinientos
dólares.
—Le
enviaré el cheque hoy mismo.
—Prefiero
no aceptar el pago hasta que el cliente esté satisfecho —dijo
Talley; tenía un aire más reservado, los ojos azules lucían fríos
y distantes.
—Como
prefiera —dijo Carmichael—. Saldré a celebrar. ¿Usted...bebe?
—No
puedo abandonar la tienda.
—Bien,
adiós. Y gracias de nuevo. No seré un estorbo para usted. ¡Se lo
prometo! —se volvió.
Talley se
quedó mirándole con una sonrisa amarga y sombría. No respondió al
adiós de Carmichael. No, entonces.
Cuando
Carmichael salió, Talley fue a la trastienda y entró por la puerta
donde estaba la pantalla.
Un período
de diez años puede abarcar una multitud de cambios. Un hombre con un
poder tremendo a su alcance se puede transformar, en ese lapso, de
alguien que no se atrevía en alguien a quien le importan un comino
los valores morales.
La
transformación de Carmichael no fue acelerada. Habla en favor de su
integridad el hecho de que tardara diez años en olvidar cuanto se le
había inculcado. El día que visitó por primera vez a Talley había
poca maldad en él. Pero la tentación se intensificó semana tras
semana, visita tras visita. Talley, por razones personales, se
contentaba con aguardar ociosamente a su clientela ocultando las
potencialidades inconcebibles de su máquina bajo un manto de
funciones triviales. Pero Carmichael no estaba satisfecho.
El día
tardó diez años en llegar, pero al fin llegó.
Talley
estaba sentado en la trastienda, de espaldas a la puerta. Echado en
una vieja mecedora, enfrentaba la máquina. Había cambiado poco en
el espacio de una década. Aún cubría casi dos paredes enteras, y
el ocular de la cámara relucía bajo los tubos fluorescentes.
Carmichael
miró codiciosamente el ocular. Era la puerta abierta a un poder
jamás soñado por hombre alguno. Una fortuna inimaginable esperaba
dentro de esa abertura diminuta. Los derechos sobre la vida y la
muerte de cada hombre. Y nada se interponía entre ese futuro
fabuloso y él mismo, salvo el hombre que estaba sentado frente a la
máquina.
Talley no
pareció oír los pasos sigilosos ni el rechinar de la puerta a sus
espaldas. No se movió cuando Carmichael levantó el arma lentamente.
Cualquiera habría dicho que jamás había sospechado lo que
ocurriría, o por qué, o por causa de quién, cuando Carmichael le
perforó la cabeza.
Talley
suspiró y tiritó e hizo girar la perilla. No era la primera vez que
el ocular le mostraba su cuerpo inerte al vislumbrar un panorama de
probabilidades, pero jamás podía ver cómo se desplomaba esa figura
familiar sin sentir una ráfaga indescriptiblemente fría que lo
rozaba desde el futuro.
Se
levantó, y luego se recostó en la mecedora. Miraba pensativamente
un par de zapatos de suela áspera que yacían en la mesa. Se quedó
un rato sentado, observando los zapatos, siguiendo con la mente a
Carmichael, que caminaba calle abajo hacia la noche, y hacia el día
siguiente, y hacia esa crisis inminente que dependería de que él
pisara con firmeza el andén del metro cuando un tren pasara al lado
de Carmichael un día de la semana siguiente.
Esta vez
Talley había enviado al mensajero en busca de dos pares de zapatos.
Había titubeado mucho una hora antes, para decidirse entre el par de
suela áspera y el de suela lisa. Pues Talley era humano, y muchas
veces su trabajo le resultaba desagradable. Pero esta vez había
terminado por entregarle a Carmichael el par de suela lisa.
Suspiró y
se inclinó nuevamente ante el ocular. Hizo girar la perilla para
enfocar otra vez la escena que ya había observado antes.
Carmichael,
de pie en un andén de la estación atestada que relucía como
aceitoso, humedecido tal vez por alguna filtración. Carmichael, con
los zapatos resbalosos que Talley le había elegido. Una conmoción
en la multitud, un tumulto en el borde del andén. Los pies de
Carmichael que patinaban frenéticos cuando el tren pasaba rugiendo.
—Adiós,
señor Carmichael —murmuró Talley; era la despedida que había
callado cuando Carmichael se marchó de la tienda. Fue una despedida
triste, pues le daba tristeza el Carmichael de hoy, que no merecía
ese fin. Ahora no era un villano de melodrama cuya muerte se pudiera
presenciar con frialdad. Pero el Tim Carmichael de hoy tenía que
saldar la deuda del Carmichael de diez años después, y había que
arreglar cuentas.
No es
bueno tener poder de vida y muerte sobre el prójimo. Peter Talley
sabía que no era bueno... Pero ese poder le había caído en las
manos. No lo había buscado. Le parecía que la máquina había
evolucionado casi por accidente mientras cobraba forma gracias a sus
dedos expertos y su mente experta.
Al
principio lo había desconcertado. ¿Cómo utilizar semejante
artefacto? ¿Qué peligros, que terribles potencialidades yacían en
ese Ojo que podía ver a través del velo del futuro? La
responsabilidad era suya, y lo preocupó bastante hasta que la
respuesta se hizo presente. Y después de saber la respuesta...bien,
la preocupación se ahondó más aún. Pues Talley era un hombre
recto.
No podía
haberle dicho a nadie por qué razón era dueño de una tienda.
Satisfacción, se lo había dicho a Carmichael. Y a veces había
realmente una profunda satisfacción. Pero otras veces, como ésta,
solamente había consternación y humildad. Especialmente humildad.
Tenemos lo
que necesita. Sólo Talley sabía que el mensaje no estaba dirigido a
los individuos que entraban a la tienda. En realidad era un mensaje
impersonal, un mensaje referido al mundo; el mundo cuyo futuro estaba
siendo cuidadosa y afectuosamente remodelado bajo la guía de Peter
Talley.
El
alineamiento principal del futuro no era fácil de alterar. El futuro
es una pirámide que se construye lentamente, ladrillo por ladrillo.
Y ladrillo por ladrillo Talley tenía que alterarlo. Había ciertos
hombres que eran necesarios, hombres que podían crear y construir,
hombres que tenían que ser salvados.
Talley les
daba lo que necesitaban.
Pero
inevitablemente había otros cuyos fines eran malignos. A esos Talley
les daba lo que el mundo necesitaba: la muerte.
Peter
Talley no había solicitado ese poder terrible, pero le habían
puesto las llaves en las manos y no se atravía a delegar semejante
autoridad en cualquier otro hombre. A veces se equivocaba.
Se sentía
un poco más seguro desde que se le había ocurrido el símil de la
llave. La llave del futuro. Una llave que había sido puesta en sus
manos.
Se reclinó
en la mecedora al recordarlo y buscó un libro viejo y gastado, que
se abrió dócilmente en un pasaje familiar.
Una vez
más los labios de Peter Talley se movieron en una nueva lectura del
pasaje, en el fondo de la tienda de Park Avenue:
Y en
verdad te digo que eres Pedro... Y te daré las llaves del Reino de
los Cielos...
Publicado por Henry Kuttner bajo el seudónimo de Lewis Padgett.
No hay comentarios:
Publicar un comentario