Permítanme ustedes que
plagie por un instante a mi amigo Julio “Mhyst” y lean con
atención el presente escrito, publicado el pasado día 09 de agosto
de 2009 en el blog algo abandonado que tiene mi buen amigo Julio
titulado“El Dragón en la torre”.
Sepan que la mesa en
cuestión aunque sabia de su existencia y sabia su digamos, siniestra
función, había pasado para mi inadvertida y totalmente indiferente
hasta la lectura del para mi genial escrito del autor.
Lean, lean si se atreven
aunque les advierto, que la próxima vez que vean el mencionado
mueble, tal vez lo miren con otros ojos.
Hay,
en la ermita del Cristo, una mesa oscura. Pasa las más de las horas
apartada en un oscuro rincón. Las miradas, aún encontrándola, la
evitan. No es mesa extraña de por si. Es sólo una mesa vieja, con
tantas capas de pintura y barnices que ya jamás se trasluce el
color de la original madera que le diera vida y forma hace, nadie
sabe cuanto. Si se la contempla cualquier día, desde la ignorancia,
parece una mesa cualquiera. Vieja, ajada e indolente al papel que al
destino plujo encadenarla. En cambio, cuando distraído niño pasea
su despreocupada vida por el rincón dónde duerme, esperando, tal
mesa; si a tocarla alcanzara, no hay madre que no se apresure a
tomarle la mano y llevarselo lejos. A inexpertos ojos, tal parece
que la mesa está vencida de vieja y que a tal razón obedece el
abandono que sufre, en tan húmedo rincón, adonde nadie se acerca
ni osa encaminar sus pasos si no es con miedo y reparo. Pero los más
viejos saben que la mesa está retiesa y llegado el señalado día
sabe cumplir su función postrera. Cuando doblan las campanas por un
vecino, de la misa al cementerio, es costumbre hacer parada en
nuestra ermita del Cristo. Allí preparan la mesa y depositan en
ella el féretro con el muerto. Suenan cánticos y rezos, y pronto
todo se acaba. Sigue el funebre cortejo. El Cristo se queda sólo y
en su rincón del olvido, la mesa, sin un suspiro, queda aguardando
su siguiente presa.
Por
Julio Serrano
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