Por un error de mi alojamiento web estoy sin acceso a mi blog ya cuatro días. Precisamente ahora que me había entrado el gusanillo de escribir. Con que, con la venia del amo y señor de este blog -el tecnopaleto, como él mismo se denomina a pesar de que ambos sabemos que no lo es- y esperando que sea del agrado del lector, me dispongo a dar la lata un poco por aquí.
Para aderezar convenientemente lo que quiero referir nos remontaremos muchos años atrás en el tiempo, hasta mi añorada adolescencia. En realidad no estoy seguro de las fechas. Digamos que sucedió prácticamente antes de dejar atrás por completo la difusa frontera de la infancia. En esa época no teníamos Internet. Todo lo que unía nuestra diminuta esfera rural con el resto del mundo eran la tele y las revistas (si obviamos las pocas noticias que traían los viajeros que en un terreno de paso como es la Villa-Franca no faltaban). Mi padre compraba a veces el periódico, pero eso no entraba en mi radio de interés en aquellos momentos. Sólo había dos cadenas de televisión, ambas controladas por el gobierno, y la gama de revistas que nos llegaba tampoco es que fuera de lo más variado. Entonces no nos dábamos cuenta. Muchos villafranqueros salían a vender en los mercados de otros pueblos y se oían cosas. Pensábamos que estábamos en el mapa, pero la verdad es que aún respirábamos un cierto aire de aislamiento. Aunque no había dinero para suscribirse a una revista semanal, de cuando en cuando alguna aparecía por casa. Hoy ves una revista y muchas veces está muerta de asco en un rincón. Tenemos demasiada información. En aquél entonces eso era impensable. Las revistas las disfrutábamos cada miembro de la familia de distinta forma. Los que sabían leer leían, los que no, miraban las imágenes. A mi me gustaban particularmente los catálogos que venían entre sus páginas. Siempre encontraba cosas que encendían mi imaginación. Mi tía me advertía que aquellos catálogos eran engañosos, que mostraban imágenes que luego no se correspondían con el artículo real. Pero claro, eran otros tiempos y yo ignoraba muchas cosas. En aquellos momentos aún no había publicidad molesta. Se gozaban de los anuncios tanto como de los demás contenidos. Entre todo eso y la rebeldía de la edad, una vez decidí pedir un "buda de la abundancia". Solo había que escribir una carta y meter el precio en sellos, creo recordar. Dicho y hecho. Unos días después, comprobé consternado que, lo que en el catálogo parecía un buda de mediano tamaño en una postura noble, resultó ser una especie de miniatura contrahecha que estaba absurdamente inclinada hacia atrás. Como si quisiera mirar al techo. Aquello no era de plástico y pesaba en mi mano. Estaba claro que era de algún metal. En lugar de reconocer mi error, decidí que era mejor pensar que estaba bien. Conscientemente preferí eludir la verdad: que me habían engañado.
Quizá esperaba demasiado por el precio que había pagado. La cosa es que todavía conservo aquel buda. Es el que se ve en la imagen. Para mi es un recordatorio constante de la naturaleza humana y particularmente de la idiosincrasia de los españoles.
Nuestra particular picaresca nos lleva a tratar de engañar al prójimo cuando podemos, para sacar el beneficio que podamos. Cuando lo conseguimos nos sentimos genial y necesitamos compartirlo. Cuanto mayor es el engaño más listos nos sentimos. En general, cuando alguien se presta al engaño es porque percibe que el que va a resultar engañado es el otro. En los casos en los que los engañados somos nosotros, nos cuesta reconocer el error y nos inventamos lo que sea para que no parezca que nos han engañado. Incluso podemos tratar de inducir a los demás a pensar que es mejor de esa forma.
Por supuesto, como en todo, hay distintos grados. Hay personas más honestas y menos honestas. Pero tenemos que reconocer que, cuando los perjudicados son entes anónimos, casi admiramos a las personas que consiguen esos grandes engaños o pelotazos. Esa idiosincrasia es muy difícil de erradicar. Pero el caso es que nos perjudica a todos. Más si cabe cuando estamos, como ahora, en crisis.
Vienen tiempos difíciles. Necesitamos poder pensar en el conjunto. Mirar a los demás como algo más parecido a nosotros mismos y no como extraños y poco más que posibles víctimas de nuestros propósitos. Si cuando ves que echan a tu vecino de su casa sales a la calle a impedirlo, te revelas; quizá puedas esperar que los demás hagan lo mismo por ti. Si lo ignoramos, cuando te toque el turno, será tarde. Nuestra manera de pensar actual ya no sirve. Tendemos a que cada uno se preocupe de sus asuntos. Lo que está pasando se debe en gran parte a nuestra forma de ser. Si lo pensamos fríamente, los políticos simplemente hacen lo mismo que los demás, con la diferencia de que ellos detentan el poder. Por lo tanto, si queremos cambiar las cosas hay que empezar por abajo. Tenemos que olvidarnos de esa mentalidad pícara y ser honestos en nuestras acciones del día a día. Debemos olvidarnos de los pelotazos y de la posibilidad de hacerse rico rápidamente y sin esfuerzo. Necesitamos pensar que España somos todos y que o la levantamos entre todos o nos hundimos todos con ella.
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